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Pedro de Llano

El museo y la ciudad: acciones y representaciones

Pedro de Llano

La ciudad ha sido uno de los medios de trabajo preferidos por los artistas durante los últimos treinta años. A menudo el espacio urbano ha sido utilizado por ellos como un escenario sobre el que plantear acciones destinadas a transformarlo. Otras veces, la ciudad ha funcionado más bien como un paisaje que da lugar a representaciones o documentos que reflexionan críticamente sobre él. Por supuesto, estas dos actitudes se entrelazan con frecuencia en proyectos que fusionan la producción de acontecimientos en un lugar específico con la creación de registros que guardan su memoria, desdibujando los límites entre lo objetivo y lo subjetivo. La colección del Frac Lorraine, en Metz, conserva en sus depósitos y archivos varias obras que aluden a la ciudad de alguna de estas maneras. Por ello, la intención de este texto será, por un lado, ofrecer un itinerario a través de piezas que tienen a la ciudad como principal protagonista y, por otro, examinar la manera en que este tipo de propuestas influyen en la configuración de una colección y, por extensión, en las funciones tradicionales de las instituciones artísticas, en general, y del museo, en particular.

Los estatutos del Fondo Regional de Arte Contemporáneo de Lorraine dicen que las obras que pertenecen a su colección deben mostrarse y “diseminarse en todos los departamentos de la región”. Los fundamentos de esta política cultural, común a todas las colecciones de arte contemporáneo que se crearon en Francia a principios de los ochenta, apuestan por difundir la cultura a través de todo el territorio, contribuyendo, así, a deshacer jerarquías espaciales y a lograr un mayor equilibrio entre los habitantes de las distintas ciudades y pueblos que componen sus regiones. Sin duda, se trata de una visión vanguardista e igualitaria de la producción artística y del modo en que ésta puede ponerse a disposición de los ciudadanos. Con todo, algunos de los precedentes de estas políticas se encuentran en los propios procesos creativos. Y, más específicamente, en la tendencia expansiva que se vivió en las décadas de los sesenta y setenta, cuando la obra de arte dejó de considerarse como un “objeto precioso”, recluido en un museo, para pasar a convertirse en una actividad cotidiana que se reproducía también más allá de sus muros. A partir de una relación dialéctica entre el interior y el exterior de las instituciones (artísticas y de otro tipo) que componen el tejido social, muchos artistas de aquella generación, como Gordon Matta-Clark o Robert Smithson, por ejemplo, aspiraron a intervenir directamente en la realidad a través de interpretaciones personales y subjetivas de la ciudad y de la naturaleza.

Por estos motivos, no cabe duda que este relato debe iniciarse con las obras, presentes en la colección del Frac Lorraine, realizadas por artistas que comenzaron a trabajar en aquellas décadas. Cuando estas actitudes, que pretendian sacar el arte de los museos, en el contexto revolucionario de la época, irrumpieron con toda su fuerza. En aquel momento, muchos artistas abandonaron la pintura y la escultura con la intención de plantear una práctica artística que cuestionase su autonomía y la pusiese en contacto directo con la realidad social, económica y política que la rodeaba y que le daba sentido. El resultado de estos cambios fueron una serie de lenguajes híbridos, que pretendieron superar la tradicional consideración del estudio como espacio creativo, para dar paso a nuevas propuestas que surgían de la observación y del análisis de las condiciones específicas de los lugares en los que se creaban. Fue así como el “objeto” artístico se transformó en un proceso expansivo e itinerante que modificaba y actualizaba la obra a medida que se mostraba en distintos espacios.

Un ejemplo muy claro, en este sentido, es el de Daniel Buren. Un artista que articuló en su proyecto esta doble vocación estética y política con especial nitidez. En 1965, Buren decidió reducir su vocabulario pictórico a un solo signo que se ha repetido invariablemente desde entonces en todos sus proyectos: franjas verticales de 8.7 cm de ancho, cada una, que alternan el blanco y cualquier otro color, que se reproducen mecánicamente en distintos soportes, desde el lienzo hasta la cerámica, y que adoptan diferentes formas, dependiendo del lugar en el que se instalan. Siguiendo esta metodología, Buren ha realizado proyectos en lugares tan dispares e inesperados como el interior o el exterior de numerosos museos y galerías, las velas de un grupo de botes que participaban en una regata en 1975 o el metro de Chicago, entre otros muchos. Originalmente, estas propuestas tenían como objetivo cuestionar el ilusionismo de la pintura tradicional a través del uso de materiales prefabricados y del carácter anónimo de sus signos. Sin embargo, con el tiempo, y a medida que Buren decidió concebir todas sus obras para “lugares específicos” (desde 1967 en adelante) su proyecto se concentró en explorar la función del contexto como fuente de significado de la obra.

Bouquet (1988) es un buen ejemplo de esta forma de trabajo in situ, como él mismo la ha denominado. Se trata de una “escultura” compuesta por un mástil de diez metros de altura que sujeta en su parte superior una estructura circular de la que cuelgan ocho banderas confeccionadas con el motivo de las franjas verticales (en este caso, blancas y rojas). Bouquet fue concebida para ser instalada en un parque imitando el tipo de decoración urbana que se suele emplear con motivo de fiestas, celebraciones o eventos de especial relevancia para la ciudad. La obra, cuyo dinamismo contrasta con la firmeza y la estabilidad de la arquitectura, se superpone sobre las infraestructuras que le sirven de soporte como un mero ornamento. Como un elemento decorativo que sirve básicamente para enfatizar o llamar la atención sobre si mismo y sobre el lugar en el que ha sido instalado. De este modo, y a pesar de que en sus orígenes este tipo de acciones tenían una clara vocación transformadora y crítica en relación al espacio público, lo cierto es que, con el paso del tiempo, se han visto obligadas a reconocer su papel de secundario en un entorno plagado de reclamos comerciales e institucionales que luchan encarnizadamente por alcanzar una mayor visibilidad.

En esta situación, la apuesta de Buren consiste en reconocer abiertamente la posición subordinada del artista, a través de un arte deliberadamente decorativo, cuya intención es mostrar las relaciones entre los productores culturales y sus comitentes tal y como son, sin idealismo de ningún tipo. Esta relación de “sumisión” –algunos autores han hablado de “cortesanismo”, incluso- se entiende en el contexto de una visión desengañada y escéptica acerca de la función del arte público, y de su posible incidencia en la sociedad. Por eso, en este sentido, algunas obras de Buren, y, muy en especial, las que realiza con banderas que tradicionalmente han sido los principales símbolos del nacionalismo y, ahora, de las grandes empresas a través de sus logotipos pueden ser interpretadas, también, en un sentido paródico que, precisamente por ello, pretende mantener un carácter reflexivo.

Otra artista que ha contribuído a redefinir las relaciones entre la obra de arte y su contexto desde la década de los setenta, aunque de una manera muy diferente a la de Buren, es Maria Nordman. En su caso, la obra es siempre el resultado de una confluencia de factores entre los que se encuentran las condiciones ambientales, materiales y lumínicas de un espacio determinado, las personas que lo visitan y la posibilidad de iniciar una conversación sobre él. Como ella misma escribió, “the city starts with the structure of the landscape and the realities of its inhabitants at the moment when the debate is taking shape among them”X. Vitis Vinifera (1991), la obra que pertenece a la colección del Frac Lorraine, alude a los orígenes de la ciudad. Para ello hace referencia a través de su título a la vid y a los jardines como lugares de encuentro entre los humanos y los dioses, a partir de un detalle que se puede apreciar en el políptico de la La Adoración del cordero místico (Catedral de San Bavón, Gante, 1425-1429), de Jan van Eyck. Además de esto, la obra incluye un plano que está relacionado con la ciudad de Amberes y una fina lámina de marmol negro. Estos elementos se encuentran enmarcados en dos planos verticales correderos y paralelos que se pueden meter y sacar de una caja de madera pintada de blanco. Estas estructuras, que Maria Nordman ha utilizado para presentar buena parte de sus proyectos, cumplen una doble función: por un lado, invitan al espectador a tener una relación activa con la obra de arte, mientras que, por otra, sirven como embalaje y protección para unas imágenes cuya vocación es itinerar y ser mostradas en diferentes situaciones y lugares con la intención, siempre, de dar lugar a debates sobre el origen de la ciudad, su situación en el presente y su planeamiento futuro.

Como herederas de una tradición moderna que se remonta hasta la Bauhaus, el Constructivismo y los Suprematistas, las obras que Maria Nordman ha realizado para distintas ciudades comienzan como proyectos utópicos que solo existen en el lenguaje y que subrayan el carácter abierto, contingente y circunstancial del entorno construido. El empleo de la luz natural, de distintos materiales relacionados con lugares específicos, de los dibujos de carácter arquitectónico que realiza a partir de estos referentes y de las frases y textos que componen sus obras, trata siempre de enfatizar esta idea y de explorar las relaciones que existen entre la realidad física y el ámbito del lenguaje o del discurso. En estas circunstancias, el museo actúa como un mediador entre la abstracción y lo concreto, entre lo universal y lo particular. Como un laboratorio en el que se investigan las infinitas posibilidades para una “nueva ciudad”, que permanece siempre en un estado latente, fluido o procesual, impidiendo que la utopía se cumpla y que jamás se consolide. Como ella misma afirmaba en una conversación a propósito de una de sus obras, en Los Ángeles, “there are potentially unlimited roles [for the museum], as the museum is also part of the city. One is a protector of the image. [Another] is a place which enables new works to occur, or to continue in the city”x.

Sin duda, artistas como Maria Nordman fueron pioneras a la hora de investigar las relaciones que existen –o que pueden existir- entre el museo y la ciudad. Trabajos como el suyo suscitan toda una serie de reflexiones que han transformado el papel de estas instituciones y de sus colecciones en los últimos treinta años. De la misma forma, resulta evidente que esta vocación expansiva y dinámica, que ciertas obras de los setenta poseen, constituye un referente indispensable para los artistas más jóvenes, cuya actitud hacia el espacio urbano se ha hecho cada vez más y más específica. Ahora, además de sacar a las obras de arte del museo, se trata también de abordar directamente cuestiones que tienen que ver con la realidad social, política o económica de un contexto particular en un momento concreto. Las obras de Thomas Hirschhorn, Tania Mouraud y Dector & Dupuy sirven como ejemplo.

En el caso de Hirschhorn, la obra titulada M2 social, Metz (1996) es una especie de cobertizo, construido con materiales precarios (cartones, celofán, plásticos, etc.), que se utiliza para albergar y presentar un conjunto de collages colocados sobre una mesa y realizados a partir de recortes de prensa y anuncios de distintas marcas comerciales. Los collages muestran inscripciones y comentarios escritos a bolígrafo y solo son accesibles a través de la mirada, ya que el interior del pabellón únicamente se puede contemplar a través de varios ventanales que, de algún modo, recuerdan a los escaparates de las tiendas. En esta obra, como en otras muchas de Hirschhorn, se propone un cuestionamiento de la sociedad de mercado a través de una estrategia que mezcla la reconstrucción irónica de ciertos artículos de consumo con una exagerada profusión de reclamos visuales. La lógica de la sobreproducción propia de las economías occidentales se traduce en su lenguaje artístico en un gusto por el exceso, la abundancia y lo cáotico. En Metz, el artista optó por situar esta obra en el barrio de Borny, a las afueras de la ciudad y cerca de una asociación de trabajadores emigrantes. La huida del “cubo blanco” tenía que ver, en este caso, con la búsqueda de un contexto alternativo que enriqueciese el contenido de la obra.

A pesar de que Hirschhorn buscó una localización distinta a la del museo para desarrollar y mostrar su proyecto, su intención no era pasar desapercibido, sino crear un nuevo foco de atención en la estructura urbana, a través de una propuesta que actuaba como un auténtico reclamo, inspirado en las tácticas publicitarias, en el uso del color y de la luz. Otro punto de vista sobre la forma en que una obra de arte puede actuar en un espacio tan cargado simbólicamente es el de Tania Mouraud. A diferencia de Hirschhorn, Mouraud optó por un emplazamiento oculto e inaccesible, a pesar de la escala monumental y la céntrica localización de su obra HCYS? (2005). Este proyecto consiste en una frase escrita con una tipografía manipulada, de tal manera que las letras componen una especie de dibujo decorativo, que, como un mural, ocupa toda la fachada trasera de un edificio situado a pocos metros del 49 Nord 6 Est. Debido a que esta fachada tan solo se puede visitar desde el jardín interior de otro edificio, el único punto desde el que se puede leer por completo la frase “How can you sleep?” es desde lo alto de la torre del antiguo Hôtel Saint-Livier, que, desde 2005, acoge las dependencias del Frac. La voluntaria invisibilidad de la propuesta de Mouraud tiene que ver con el contenido de su mensaje, que hace referencia al genocidio y a la Segunda Guerra Mundial. Así, la artista trata de cuestionar la percepción del espacio público a través de una investigación sobre el “inconsciente urbano” y sobre todos aquellos asuntos, como los efectos del Holocausto en el presente, que a menudo permanecen reprimidos, cuando no son víctimas de una amnesia deliberada.

Además de este tipo de intervenciones, que oscilan entre la visibilidad y la invisibilidad, aportando nuevas reflexiones al problema de lo decorativo y de la propaganda que Daniel Buren planteaba en su trabajo, otra forma de encarar el complejo y saturado entorno urbano viene dada por el carácter efímero y fugitivo de la performance, tal y como se puede apreciar en el trabajo de Dector & Dupuy. Des Trinitaires à la citadelle (2008) es una visita guiada que parte del patio del 49 Nord 6 Est y concluye en la escuela de Bellas Artes, en el parque del Arsenal. A través de las calles del centro de Metz, los artistas conducen un paseo que remite a las derivas de los Situacionistas y consiste en descubrir y comentar humildes acontecimientos que transforman la imagen de la ciudad, como pueden ser graffitis, objetos abandonados y otros restos “anónimos y rebeldes” de la actividad humana; huellas que contrastan intensamente con un entorno que tiende hacia una homogeneización cada vez más acusada. De esta manera, y como si la ciudad fuese un inmenso museo viviente, los artistas se fijan en todas aquellas marcas que, desde una escala modesta y reducida, constituyen una colección de representaciones anónimas y subjetivas que conviven, no siempre pacíficamente, con la neutralidad y el pretendido universalismo de las grandes construcciones institucionales y de los anuncios publicitarios.

Junto a este tipo de intervenciones “directas” en la ciudad, otra forma de afrontar sus cambios y transformaciones ha venido propiciada por la popularización de la fotografía y del video. Gracias a la ligereza y disponibilidad de estos medios, los artistas han podido profundizar en sus investigaciones in situ sobre el paisaje urbano: la “objetividad” que caracteriza estas tecnologías permite registrar “hechos” que, más tarde, a través del filtro del proceso creativo, se convierten en documentos a medio camino entre la realidad y la ficción, que el espectador interpreta a partir de su experiencia y de su memoria. Dos artistas que comenzaron a trabajar en esta línea en la década de los sesenta y que se han convertido en referentes indispensables para las generaciones más jóvenes, igual que Buren y Nordman, son Bernd y Hilla Becher y Peter Downsbrough. Los primeros son muy conocidos por sus aportaciones a la renovación de la fotografía documental y por su influencia sobre muchos fotógrafos, fundamentalmente alemanes, a través de sus clases en la escuela de bellas artes de Düsseldorf. Downsbrough, por su parte, es un artista que gozaba de menos reconocimiento público hasta hace muy poco, pero cuya obra se ha difundido ampliamente en los últimos tiempos.

Las obras de los Becher que se encuentran en los fondos del Frac Lorraine pertenecen a una serie de fotografías realizadas en las áreas industriales de esta región entre 1971 y 1985. Igual que sucede en el resto de sus obras, estas imágenes muestran estructuras de fábricas abandonadas o en proceso de desmantelamiento, que actúan como índices de la decadencia de los modos de producción característicos del siglo XX. La presentación objetiva, sistemática y serial de estos elementos arquitectónicos, así como la organización en forma de cuadrícula o de malla que suelen utilizar para mostrarlos, remiten al planeamiento abstracto y racional del periodo moderno, en el que estos sectores productivos vivieron su auge y sus mayores cotas de eficiencia y desarrollo. Sin embargo, la vocación archivística que se percibe en sus trabajos, junto con el gusto por la representación de las ruinas contemporáneas, comunican también un contenido que se aleja de la frialdad de una representación supuestamente neutral, para asociarse con la memoria de las diferentes actividades que se desarrollaron en esos espacios. De este modo, sus imágenes recrean la vida de los centros de trabajo que una vez aglutinaron a las clases obreras en lugares como Knutange, Longwy, Sennele o Rombas para evocar su pasado, pero, también, con la intención de estimular una reflexión que alude, inevitablemente, a la condición contemporánea.

Por otro lado, las obras de Peter Downsbrough reflejan también entornos industriales desolados o semi-abandonados a través del lenguaje característico de la fotografía en blanco y negro. En este caso, sin embargo, el ambiente sombrío de los paisajes confiere a sus imágenes un tono misterioso que recuerda a las historias del cine negro. Esta referencia, así como el tipo de encuadre y la cuidada composición, consiguen impregnar a sus instantáneas de un dinamismo formal y narrativo que se adentra en el territorio de la ficción y de la imaginación. La ausencia de presencias humanas, así como la sensación de vacío que transmiten las infraestructuras, los paisajes urbanos y las áreas portuarias que Dowsnbrough retrata, provocan una inquietante sensación de curiosidad en el espectador: lo invitan a completar las acciones o tramas que pueden haber ocurrido en esos lugares o que están a punto de suceder.

Esta resistencia a la interpretación característica de la obra de arte se encuentra también presente en el trabajo de Willie Doherty, un artista que a menudo transita entre los espacios de la fotografía y del video. Closed Circuit, Belfast (1989) es una imagen en blanco y negro de una calle bloqueda por una valla metálica. Este elemento, junto con la pintada que se aprecia al fondo y las palabras “Closed circuit” componen un espacio claustrofóbico y violento. Aunque no se manifiesta expresamente, todos estos datos, además de las características de la arquitectura y el origen del propio Doherty, remiten casi de inmediato al conflicto político de Irlanda del Norte; una realidad que ha protagonizado la mayor parte de los proyectos de este artista. Por medio de la representación de un espacio urbano fragmentado y vacío, Doherty trata de visibilizar los dramáticos efectos de la represión y del terrorismo. El “circuito cerrado” al que alude en el título se refiere a la incomunicación que existe entre los bandos enfrentados, pero también al valor de la palabra como medio para denunciar las injusticias y, sobre todo, a su capacidad única para “desbloquear” lo que las mentalidades más intolerantes pretenden imponer. Es por esta razón que el paisaje traumático, triste y agresivo que Doherty retrata, habla, metafóricamente, de las circunstancias emocionales de sus habitantes.

Todas estas obras demuestran que la ciudad es un espacio clave; el principal referente del sujeto en el mundo exterior y en su vida social. Por ello, los espacios urbanos desempeñan en el trabajo de algunos artistas un papel complementario de otros contenidos como pueden ser los procesos de constitución de la identidad, tal y como sucede en las obras de Fiona Tan y Manon de Boer. En la obra, Downside Up (2002), de Fiona Tan, las calles de una ciudad indeterminada son el escenario de una filmación en blanco y negro que registra el tránsito de los viandantes y el sonido del tráfico. La luz del sol, cayendo en sentido oblícuo, proyecta siluetas alargadas y fantasmales que recuerdan a los teatros de sombras orientales. Este detalle, así como la decisión de invertir el sentido del plano de modo que el suelo ocupe el lugar del cielo y viceversa, indican una reversibilidad de la imagen que encuentra sus ecos en la propia realidad: ¿Son las sombras o las personas las que caminan en sentido vertical? ¿Estamos ante un amanecer o ante un atardecer? ¿Se trata de una ciudad occidental u oriental? Con un simple gesto que modifica la lectura de un paisaje urbano, Fiona Tan consigue cuestionar los hábitos perceptivos y, por extensión, el modo en que se construye el espacio y, con él, el concepto mismo de identidad. Como en otras obras de la misma artista, la sensación de movimiento físico y una mirada diferente sobre la realidad hacen referencia al desplazamiento cultural típico de una sociedad poscolonial y a una subjetividad múltiple.

Finalmente, el video de Manon de Boer Resonating Surfaces (2005) plantea una relación entre el espacio urbano y la constitución de la identidad a través de un retrato documental de la ciudad de São Paolo y de la psicoanalista Suely Rolnik. Al principio, la película muestra distintos planos-secuencia de la megalópolis brasileña haciendo hincapié en la arquitectura abigarrada, en el denso tráfico de sus autopistas, en la carencia de planificación y en la exhuberancia de la naturaleza, que aprovecha los mínimos resquicios entre el hormigón para mostrar su poderosa presencia. A medida que la narración avanza y que Rolnik y otras personas cuentan sus experiencias, el espectador es capaz de trazar conexiones entre el caos y el desorden urbanístico que se apodera de la ciudad en el presente, su pasado colonial y la región tropical en la que se asienta. De este modo, la historia y la naturaleza revelan el carácter paradójico de São Paolo y de Brasil a través de una combinación de imágenes, textos y voces: por un lado, la importancia de los sentidos y de la sensualidad en un entorno especialmente propicio para su disfrute. Por otro, el dolor agudo que esta percepción aventajada puede causar en los cuerpos cuando los acontecimientos se tuercen.

La propia Rolnik concreta esta idea en una parte de su relato en la que relaciona la ausencia de referentes después del periodo colonial, con los abusos de poder durante la dictadura y sus propias vivencias como represaliada política, primero, y como exiliada, más adelante: “It is really part of being a brazilian this presence of the body as a sensitive plate capturing the world. I think it mainly cames from the African tradition. [But also] from the traumatic experience of the colonies, in which either you die or you reach a more acute awareness of life, of your body”. Sin duda, las “superficies de resonancia” a las que el título alude tienen mucho que ver con esta relación íntima y porosa que se produce entre el cuerpo y el espacio, entre la piel y la naturaleza, en un país como Brasil. Unas superficies de resonancia que moldean y dan forma a la historia personal de Suely Rolnik, así como a la de la ciudad que nutre sus recuerdos.